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jueves, 6 de mayo de 2010

· Verano en Sevilla

Me decía un amigo de la infancia, que del verano sólo le gustaba la primera semana, y que el resto le sobraba, estaba de más. A mí ni siquiera me complace el primer envite de la caló.
Los que padecemos el vivir en Sevilla, lo soportamos como una maldición de los Dioses. El fértil valle del Guadalquivir, tan acogedor de grandes pueblos que apreciaron sus virtudes, tiene sin embargo un clima en verano que in-civiliza al más pintao. Por eso creo que los romanos de Itálica veraneaban en las playas de “Baelo Claudia” en Bolonia (Tarifa).

A mí me cambia el carácter cuando empiezan las calores; Me vuelvo irascible, poco hablador y sociable (sí, más aun). La ciudad, a medida que se aproxima el calor, muta de su aspecto de urbe meridional con sus naturales atractivos, a un paisaje cada vez más tercermundista y desolador. La gente utiliza el calor como coartada para hacer más desaguisados y tropelías, tanto en lo cívico, como con las normas de tráfico. La limpieza brilla por su ausencia. Se llenan las calles de esos charquitos de los desagües de los aires acondicionados que dan mal aspecto. Los malos olores hacen su aparición. La atmosfera adquiere un aspecto turbio y sucio, insano.
En los meses de julio y agosto aparece en Sevilla un paisanaje raro; no son guiris. Parecen gentes escapadas de un conflicto bélico con aspecto de refugiados-mercenarios. A mí me dan siempre muy mala espina.

Anhelo la llegada de la época de lluvias, porque como bien dice mi amigo Bate, la lluvia civiliza y se lleva por delante todos los malos rollos que se apoderan del aire y así respiramos mejor.

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